Es cierto. Algo se muere en el alma.
Pero en mi caso ha sido distinto. La noticia del fallecimiento de un amigo, previsible y esperada, me ha dejado más bien petrificado; sorprendido; cuestionado; aplanado; desperanzado; de mal humor; mal, muy mal.
La culpa es mía porque no he conseguido intelectualizar la situación: a mi edad, ya debiéra estar al cabo de la calle de lo que da de sí la vida humana, por larga que esta llegue a ser.
Pero es que ahora la muerte, esta muerte, tiene un matiz: hasta ahora, los fallecidos eran, por lo general, personas muy mayores: padres, tios, vecinos de siempre, antiguos profesores y superiores, etc.
Esta vez, no. Ahora se trata del amigo de mi misma edad y circunstancias, con quien compartí los mejores años de mi infancia y juventud conviviendo en el mismo internado, con los mismos gustos y aficiones, incluso las galletas que su abuela le enviaba.
Ya de adultos, he seguido sus pasos y he participado de sus deseos e intereses en los diversos puestos que ha ocupado y hemos celebrado comidas de hermandad, enviado y recibido correspondencia, mensajes y e.mails. Estábamos muy unidos.
Esta muerte ha marcado mi recién estrenado calendario y me ha hecho cuestinar algunas maneras de ser y estar en la vida. Lo primero, lo más importante, etc.
También pienso que el ya lo tiene claro: ha visto la Luz que en su corazón esperaba, ha visto al Amor tal cual es, sin veladuras ni espejos.
Esto me da cierta serenidad y esperanza. No todo está perdido con la muerte. Hay Vida más allá de la vida.
Que goce en la Paz.
sábado, 4 de enero de 2014
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