sábado, 4 de enero de 2014

Cuando un amigo se va.

Es cierto. Algo se muere en el alma.

Pero en mi caso ha sido distinto. La noticia del fallecimiento de un amigo, previsible y esperada,  me ha dejado más bien petrificado; sorprendido; cuestionado; aplanado; desperanzado;  de mal humor; mal, muy mal.
La culpa es mía porque no he conseguido  intelectualizar la situación: a mi edad, ya debiéra estar al cabo de la calle de lo que da de sí la vida humana, por larga que esta llegue a ser.

Pero es que  ahora la muerte, esta muerte, tiene un matiz: hasta ahora, los fallecidos eran, por lo general, personas muy mayores: padres, tios, vecinos de siempre, antiguos profesores y superiores, etc.

Esta vez, no. Ahora se trata del amigo de mi misma edad y circunstancias, con quien compartí los mejores años de mi infancia y juventud conviviendo en el mismo internado, con los mismos   gustos y aficiones, incluso las galletas que su abuela le enviaba.
Ya de adultos, he seguido sus pasos y he participado de sus deseos e intereses en los diversos puestos que ha ocupado y hemos celebrado comidas de hermandad, enviado y recibido correspondencia, mensajes y e.mails. Estábamos muy unidos.

Esta muerte ha marcado mi recién estrenado calendario y me ha hecho cuestinar algunas maneras de ser y estar en la vida. Lo primero, lo más importante, etc.

También  pienso que el ya lo tiene claro: ha visto la Luz que en su corazón esperaba, ha visto al Amor tal cual es, sin veladuras ni espejos.

Esto me da cierta serenidad y esperanza. No todo está perdido con la muerte. Hay Vida más allá de la vida.

Que goce en la Paz.